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    La experiencia más rara de gomitas con mis amigos

    • person Pedro Feria
    • calendar_today
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    La experiencia más rara de gomitas con mis amigos

    Todo empezó un viernes en la noche, de esos en los que te montas al bus sin saber a dónde vas, pero con la certeza de que algo va a pasar. El plan era simple: nos íbamos a reunir en el apartamento de Juan, como siempre. Ese man es el típico parcero que nunca se complica, el que suelta la risa más fácil y que siempre está buscando algo nuevo para probar. Y ese viernes no fue la excepción.

    Llegamos todos al aparta por la noche, como es costumbre. Eran casi las nueve, con el frío pegándonos duro. Cada uno cayó con una pola en la mano y las ganas de desconectar de la semana. Había sido un viernes normal, de esos donde el trabajo o la universidad te dejan molido, pero que al mismo tiempo te dan esa sed de hacer algo para liberar todo. Apenas entramos, Juan ya tenía la música sonando suave en el fondo, ese típico reguetón de antaño que siempre termina en karaoke a gritos.

    “Muchachos, hoy les tengo algo nuevo”, dijo Juan con su típica sonrisa pícara. Se tiró en el sofá y sacó de su mochila una bolsita con gomitas. Las puso en la mesa como si fueran un tesoro, con ese aire de misterio que siempre le pone a las cosas. “Estas gomitas, que voltaje”, dijo, guiñándonos el ojo. Las gomitas eran coloridas, como cualquier caramelo que te venden en la esquina, pero había algo en la forma en que las miraba que nos hacía sentir que la cosa iba en serio.

    Ahí estábamos los cuatro: Juan, Dani, María y yo. Dani, el escéptico del grupo, fue el primero en reaccionar. “Parce, ¿y eso qué? ¿Nos va a dejar como locos o qué?”, preguntó con su típica desconfianza. Dani siempre tiene esa actitud de no creérsela hasta que lo vive, el típico man que necesita ver para creer. Juan soltó una risita y le respondió: “Relájate, que esto no es pa’ volverse zombie. Esto es pa’ parcharse en forma”. En el fondo, no sabíamos qué esperar, pero había algo en el tono relajado de Juan que nos convenció a todos.

    Así que sin más preámbulos, agarramos cada uno una gomita. “Nada de miedos, que esto es de calidad”, nos dijo Juan, como si estuviera vendiendo la cosa más exclusiva del mundo. Con una sonrisa, me la tragué de un golpe, como si fuera un dulce cualquiera. Dani hizo lo mismo, aunque con una mirada que decía: “Esto no va a ser para tanto”. María, como siempre, soltó un “¡A la orden!” y se la mandó de una. Y ahí empezó la aventura.

    Al principio, todo seguía igual. La conversación fluía normal, con nosotros quejándonos de la semana, del jefe cansón y de lo mucho que necesitábamos el fin de semana para desestresarnos. Juan puso más música, y el ambiente estaba relajado, como cualquier viernes. Pero pasados unos 40 minutos, algo cambió. María fue la primera en notarlo. De repente, soltó una carcajada, una de esas que empiezan suaves y terminan en un estallido. “¡Parce, me siento rara!”, dijo entre risas, mientras se doblaba en el sofá. Nos miramos entre nosotros y ahí supimos que las gomitas habían empezado a hacer efecto.

    Lo que vino después fue pura diversión. Cada cosa que decíamos, por más trivial que fuera, se sentía como el mejor chiste del mundo. Dani, que al principio estaba escéptico, empezó a reírse sin control. Cada comentario, cada palabra, nos hacía doblarnos de la risa. La conversación ya no era sobre el trabajo o el estrés de la semana, sino sobre cosas mucho más simples: la música, las polas, lo rico que era simplemente estar ahí, juntos, desconectados del mundo.

    Fue entonces cuando Juan, en su papel de líder espiritual, nos dijo: “Parceros, salir a caminar es lo mejor que podemos hacer ahora”. Lo dijo con esa seguridad que solo él tiene, como si estuviera revelándonos un secreto milenario. Nos miramos entre nosotros, y sin pensarlo mucho, le seguimos la corriente. Medallo de noche siempre tiene ese aire misterioso, como si la ciudad se transformara cuando el sol se esconde. Nos abrigamos, porque el frío estaba fuerte, y salimos a las calles.

    La caminata fue una experiencia en sí misma. No llevábamos ni cinco minutos cuando Dani, que seguía riéndose por cualquier cosa, soltó: “Parce, ¿ustedes también ven que las luces están más brillantes?”. Todos miramos alrededor y, aunque en otro momento le hubiéramos dicho que estaba loco, esa noche todo tenía sentido. Las luces de los postes, los carros que pasaban, hasta las sombras en las esquinas, todo parecía más nítido, más vivo. Bogotá, con su caos habitual, se sentía tranquila, casi mágica.

    Caminamos sin rumbo fijo, dejando que las calles nos guiaran. Llegamos a un parque cercano, de esos parques a los que siempre pasas de largo pero nunca te detienes a disfrutar. Nos tiramos en el pasto, sin importar el frío ni la hora. Juan empezó a hablar de las estrellas, del universo, de cómo todo estaba conectado. Y aunque normalmente lo hubiéramos callado, esa noche sus palabras resonaban de otra manera. Las estrellas brillaban más que nunca, o al menos eso sentíamos.

    El tiempo se volvió irrelevante. No sabíamos si habíamos estado en el parque por minutos o por horas. Solo sabíamos que estábamos en el lugar correcto, con la gente correcta. El estrés de la semana, las preocupaciones, todo había desaparecido. Éramos solo nosotros, las estrellas y las risas.

    Ya pasada la medianoche, decidimos que era hora de volver al apartamento. A esa altura, el efecto de las gomitas empezaba a suavizarse, pero la buena vibra seguía intacta. Caminamos de regreso, hablando más despacio, disfrutando de los últimos momentos de esa conexión que solo habíamos sentido esa noche. Cuando llegamos, nos tiramos en los sofás como si hubiéramos corrido una maratón. Exhaustos, pero felices. Dani, que al principio había sido el más escéptico, fue el primero en admitirlo: “Parce, no pensé que las gomitas fueran a pegar tanto”.

    Juan, con su típica sonrisa de “se los dije”, solo respondió: “hay que repetir”. Nos reímos y, uno por uno, fuimos cayendo dormidos, con una sonrisa en la cara. Al día siguiente, cuando el sol ya se colaba por las ventanas y el efecto había pasado, nos despertamos con la misma sensación: habíamos tenido una de esas noches que se quedan grabadas en la memoria.

    No fueron solo las gomitas. Fue la manera en que, por una noche, dejamos de lado el ruido del mundo y nos enfocamos en lo más simple: la compañía, las risas, y esa conexión que a veces solo puedes sentir en momentos tan únicos como ese.

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    E
    Eduardo Salinas
    calendar_today

    Hola dónde compro sus gomitas

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